Cada lunes de aguas de Juan Montiel, premio Ignacio Aldecoa, editado por Fulgencio Pimentel, es un libro de cuentos que recoge lo mejor de la tradición del siglo XX español, de la posguerra y del recuerdo de la hambruna, física y ética. Desde el salvajismo de Miguel Delibes, el horror panzudo y mísero de Camilo José Cela o, más cercano, el Cantábrico profundo y atávico de Cristina Sánchez-Andrade. Realismo rural, hechicería del terruño, las mentiras de Bernardo Atxaga o las manos perdidas de Jesús Moncada. Un magnífico libro el de Juan Montiel que se erige como demiurgo entre la tierra y la literatura. Achicoria para los que nos gusta el buen cuento español.
El cuento del comienzo, «Ardides de Caín» es un oscuro y desesperado retrato de la destrucción de la línea de sangre, con fechas como la tarde antes de Nochebuena, que avisan de un tiempo trágico, un oscuro espacio del pasado. Los animales domésticos muestran más humanidad que los salvajes protagonistas, abocadas a una historia de huida, de pasado sardónico. Tiempos duros, padres dementes: «No me busquéis, me he ido a Barcelona». La ciudad, en todo el volumen, es un lugar moderno, aséptico y confuso, una escapatoria irreal, más cercana al olvido que la esperanza. Como la canción de Mas Birras, «Hay una cruz en el saso», la misma sensación de final de época. Pero Albarracín, una nota geográfica, que es brote en las páginas, y que se revisará, esas mínimas señales en el mapa, como elemento para el realismo, escapando de la pesadilla rural, del interludio del terruño. Un libro de distancias eternas, de lejanías. Un libro, un cuento, de sangre, sexo y calidez…