Escondía el genio callado tras su bigote, su guitarra, su pipa y sus gatos, siempre, a poder ser, alejado de los focos, entre sombras de bambalina, dejándose llevar mar adentro, como mecido por un ritmo con sabor a espuma y sal, el de las olas recurrentes de la playa de Sète, donde nació en 1921 y donde pidió ser enterrado (Supplique pour être enterré à la plage de Sète), para él siempre pareció fácil lo que para tantos es imposible —derrochar sabiduría casi sin querer, en vez de aspirar a hacerlo y no poder—, rumiando la evidencia cruel de tener que ser músico al no poder ser novelista ni cineasta, se llamó Georges Brassens, enamoró a una generación y sostuvo, junto a gente como Ferré, Moustaki, Gainsbourg, Brel y Juliette Gréco los pilares de la chanson en su vertiente mítica: la de los cantantes inmortales, irrepetibles, maravillosas flores de ruina.

Frente a la interminable ristra de lo dicho y escrito/gama pompa y circunstancia acerca de Brassens y su fauna, a menudo por firmantes que no lo conocieron o lo hicieron muy de lejos, el ilustrador y escritor francés Joann Sfar (Niza, 1971) quiso desmitificar al autor de himnos al amor y a la acracia tales como La mauvaise réputation, Les copains d’ abord o Penélope. Lo hizo a lo grande: comisariando la gigantesca exposición que la Ciudad de la Música de París dedicó el año pasado a Brassens. Sfar montó la muestra y diseñó el catálogo: un extraordinario tebeo de 120 páginas que, bajo el…

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03/01/2013
El País